La travesía
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No recordaba cómo se había perdido, pero el delfín se encontraba frente a la incertidumbre de lo desconocido. En mitad del océano, no escuchaba nada, salvo el tenue chapoteo del agua. Intentó saltar por encima de la superficie para alzar su mirada al horizonte, pero la esperanza de hallar la costa era en vano. La linea horizontal que separaba el océano del cielo eliminó cualquier posibilidad de localizar su destino. La inquietud aumentaba. Desesperadamente, se propuso nadar hacia la profundidad, pero a medida que descendía la luz se volvía escasa y la angustia abundante. ¿Qué podía hacer ahora? Sin destino no tenia rumbo, y sin rumbo cualquier esfuerzo por nadar en alguna dirección podía resultar contraproducente.
Tras dejarse llevar por la corriente durante unas horas, un sonido llamó su atención. Por un momento pensó que se trataba de su imaginación hasta que lo volvió a escuchar, pero esta vez más alto. El sonido le recordaba al suave estruendo que hacían las olas al romper en la orilla, pero más abrupto. Se acercó al origen del sonido, pero no halló su procedencia. De repente, bajo la superficie, el delfín avistó una sombra en la lejanía. A medida que se acercaba, esta se volvía más y más grande.
Era una ballena azul. Nunca había visto una, pero se las caracterizaba por su sabiduría debida a las largas travesías en solitario. Al delfín le surcó una ráfaga de alivio, ya que las ballenas conocían el océano como la palma de su mano y le podría guiar hacia la costa. El delfín se acercó a la inmensa ballena, intentando evitar el potente aleteo de su aleta dorsal. Bienvenida por el silencio, el delfín inicio la conversación.
“¿Te importa si me uno a tu travesía?”.
“En absoluto” contestó la ballena.
El delfín, contento de por fin tener un rumbo, le volvió a preguntar:
“¿Y a dónde nos dirigimos?”.
“No lo sé” respondió la ballena.
El delfín, estupefacto, creía que le estaba tomando el pelo, pero tras un breve silencio supo que iba en serio.
“¿Y cómo sabes que rumbo elegir?”.
La ballena giró sutilmente la cabeza y le miró a los ojos,
“En la inmensidad del océano, ni siquiera yo, el animal más grande que jamas haya habitado la tierra, puede saber con exactitud a dónde se dirige. Para ti, ¿qué es un destino?”.
“Pues la costa, una isla o un arrecife” contestó el delfín.
“¿Y este encuentro?” preguntó la ballena, “¿Por qué no puede ser un destino?”.
“Pues porque no he llegado a ningún sitio” respondió el delfín.
La ballena, intrigada por la observación, contestó: “Cuando surfeas las olas con tu manada de delfines, el objetivo no es llegar a la costa lo antes posible, si fuera así, cuando mejor te lo pasarías sería nadando rápidamente por debajo de las olas”.
“Entiendo… Pero eso no responde a mi pregunta”, insistió el delfín, “¿Cómo sabes que rumbo elegir?”.
La ballena le volvió a mirar, agradada por la vehemencia del delfín.
“El error está en la pregunta. Me has preguntado: ¿Cómo sé que rumbo elegir? Cuando en realidad, nunca te he dicho que tenga un rumbo. Yo simplemente nado, a veces sigo las corrientes del mar; pero sobre todo, disfruto de lo que me traen” .
El silencio retomó la conversación mientras este concepto maduraba en la cabeza del delfín.
“El día que descubras por qué quieres llegar a tus destinos, será el día que hallarás tu verdadero destino”, dijo la ballena. “Pero solo aceptando que estás perdido, podrás descubrir el mejor rumbo. Arriba, abajo, izquierda o derecha… eso no importa, lo importante es siempre seguir nadando, ya se encargará el océano de otorgarte tu destino”.
El delfín se quedó quieto mientras la ballena se alejaba lentamente hasta que su silueta ya no se distinguía del resto de la inmensidad azul. A su derecha, avistó la costa, pero olvidando por qué quería llegar allí, decidió tomar el rumbo opuesto y adentrarse hacia lo más desconocido: el significado de su propia travesía.